Hay mujeres que buscan deseo y encuentran piedad;
hay mujeres atadas de manos y pies al olvido;
hay mujeres que huyen perseguidas por su soledad.
(Joaquín Sabina, Esta boca es mía)
Era piernas largas y miradas tristes, era pupilas de algodón y algodón en las entrañas. Era todo caramelo; caramelo amargo y chocolate caducado. Se olvidaba la vida en cada esquina y recordaba lo que nunca pasó. Y lo añoraba. Sentía siempre sus palabras en la garganta, escondidas tras la cobardía ante el rechazo y el miedo al olvido; el pánico al viento que mecía su pelo y ahogaba su risa. Era manos de alquitrán, oscuras por la sombra de sus bolsillos y el frío del invierno que no deja curar las heridas de la primavera; ni las de sus amores de verano. Era melancolía y gracia en una misma palabra, y en un mismo suspiro. Era ayer y hoy juntos en el mañana que nunca llegaba, que envolvía sus sueños imposibles, que se amoldaba a futuros lejanos de promesas pueriles que no pensaba cumplir. Era temor. Temor a recordar el miedo los domingos por la noche. Temor a las despedidas ingratas que se dan la mano mirándose a los ojos; que prometen recordarse -y revivirse, y reencontrarse- y que se olvidan con el primer punto y seguido. Era gritos en silencio; cuerdas vocales tensas que no vibran, que sólo se lamentan y que sólo escuchan. Un acento diacrítico. Y siente la vida pasar sin decir nada; solo gemidos. Era tango y era ritmo; era pasos cortos de bailes de verbena. Y saltos sobre sus tacones y saltos de página. Era tiempo muerto y prórroga, era un strike; un tiro libre, un fuera de juego. Era libros de poesía y poesía de la calle. Pintadas en las paredes y noches de alcohol. Era amaneceres borrachos y jeringuillas en la acera.
Era vida. Era Rocío. Era Soledad. No era Consuelo, era Magdalena. Era la misma que lloraba hasta quedarse dormida.
Y una noche, tanto lloró aquella noche, que en sueños decidió no despertar nunca.